martes, diciembre 20

Apología musical
(o resignándome a la escritura)


Hace unas semanas estuvo coqueteando entre las circunvoluciones de mi cerebro la idea de escribir en contra del sintetizador. Quería decir que su mismo nombre es una utopía, que nada puede ser sintetizado. Diría también que es un excelente ejemplo de la sustitución de lo real por lo artificial ( o de lo real por su doble, dijera Baudrillard). Pero no continuaré con esto, pues hace unos días tuve encuentros cercanos con un aparato de ese tipo, y con su compañero, el secuenciador.
Lo siento Baudrillard, pero mi experiencia real con el doble fue superior al doble de la experiencia real que había fabricado en mi mente. Esos aparatos me produjeron éxtasis y boquiabiertismo. Incluso consideré por unos segundos dedicarme a hacer música. De inmediato volví a la realidad: aún soy demasiado egocéntrica y controladora como para tolerar que no sea yo quien delimite con esmero lingüístico el significado de mi creación (absurdamente, creo que esto es posible) y que mis palabras (las mías, sí, las mías, por supuesto) no aparezcan una a una como una constante y repetida rúbrica de mi obra.


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Literaturita Vivanco

La literatura inició su proceso de declive desde que se asumió como tal. Basta nombrar algo para matarlo y sólo se puede nombrar lo que está muriendo. El cambio experimentado por la literatura a través del tiempo es un proceso de endurecimiento; de los ondulantes sonidos de la música a la rigidez de unos trazos en la página. De los trazos cantados a la lectura silente. El enmudecimiento es propio del moribundo.

La música ha sido sabia al no permitir su lectura silente. De esa manera, al transcurrir los siglos, sigue presente en el concierto y el salón de baile, pero también en el automóvil, la cantina, el ipod, el videojuego, la feria y el teléfono celular. Al contrario, la literatura, ya sea solemne o transgresora, tradicional o experimental, continúa mansa en los estantes de las librerías y bibliotecas, esperando pasiva como una dama decente a que algún valiente abra sus pastas y la recorra en silencio.

Y mientras la música contornea sensualmente su cuerpo a la vista de todos, la literatura, desde una esquina, y agitando un té caliente para su resfriado, la mira con desdén.