martes, junio 12

Lo peor de ambos mundos

Da click AQUI para leer una breve reseña de mi libro Lo peor de ambos mundos. Relatos anfibios, que apareció en el diario Milenio.

lunes, junio 11

Murmuro

Escribo más –nos decíamos en el teléfono– cuando hay en mi maleta un cúmulo de exámenes que me aguardan. La escritura como escape. Ese "no estar haciendo lo que se debe". Y lo que se debe hacer es eso –me decía él–, mientras miraba los niños que jugaban bajo su ventana, las mujeres y hombres que subían a sus autos con destino a vivir. –Y yo encerrado escribiendo– murmuraba. Entonces, si escribir es también fuga ¿Cuál es el destino? No lo hay –ahora me lo digo yo–, pues no hay destino en las fugas. Las fugas sólo son impulso, la dirección no interesa.

Sin duda, es mejor no saber a dónde se va. ¿Y acaso alguien lo sabe?

–Es abrir puertas –dice su escritura. Ya no utiliza palabras, abre puertas. Se escapa tras ellas.

Si el lenguaje es muro, es la posibilidad de una puerta. Hay quien sólo ve el muro. Y transforma el muro. Pinta el muro. Añade partes al muro. Incluso recombina sus bloques. Y lo llama arte. Escritura. Pero permanece encerrado en la habitación de las convenciones. También existe aquel quien ve en el muro una posibilidad.

Murmuro. Repetición. Escritura. Canto a la pared hasta que abra.

No importa que se halle detrás.

miércoles, junio 6

Travestismo automotriz

Resulta asombrosamente cómico mirar a los humanos envueltos en su coraza de acero. Cada uno, de acuerdo a sus posibilidades económicas, elige aquella que va más a tono con el ideal que tiene de sí mismo. Hay quienes poseen una idea muy diminuta de sí, y deambulan por las calles en automóviles dentro de los cuales deben encorvarse para conducir. Existen aquellos o aquellas que muestran su instinto maternal, y conducen por la calle en una minivan que puede llenarse de tantos pasajeros, infantes o adultos, propios o prestados, como sea posible. Abundan también los hombres de cabello cano que han pagado millones por tener un cuerpo de acero joven, y aceleran a toda velocidad su auto deportivo. También aquellos hombres cuya virilidad debe ser compensada por enormes camionetas o pick ups, hacia los cuales atraen aún más su atención con la música de los corridos del momento a todo volumen. Y, por supuesto, también aquellos quienes, con una imagen aún más pobre de la que portan, circulan en un auto que milagrosamente no se desarma a cada arrancón. Es interesante, incluso divertido, mirar cómo interactúan por la calle, olvidándose por completo de su propio cuerpo, pues lo han extendido hasta el cuerpo rodante de acero en el que se transportan. Se comportan según esa armadura impostora. Se gritan, pitan, amenazan o coquetean con su cuerpo de metal. Creo que tal vez, gran parte de los choques se deben a su deseo de venganza o cercanía con el cuerpo metálico contra el que se estrellaron. Incluso el robo de un auto debe ser el deseo satisfecho de portar el cuerpo de otro; una especie de travestismo automotriz.

El futuro está aquí. Después de décadas de fantasear acerca de los androides, y a varios años de Robocop, no hemos caído en cuenta de que ese artefacto que habita en nuestras cocheras es una máquina que nos incrustamos para atacar. Basta notar la capacidad que tenemos de conducir por inercia. Los reflejos con los que contamos al conducir esa máquina. Nuestro cuerpo se funde con ella al sentarnos en el acolchado sillón. Nos integramos al acero y al caucho. Y actuamos esta mutación de cuerpos.

La circulación de androides se ha vuelto cada vez más caótica porque son el reflejo de la neurosis individual. Creo que las inteligencias superiores debieron construirnos el automóvil hasta que presentáramos más rasgos de salud. Pero la naturaleza es sabia y, como dice Jodorowsky, cuando el hombre comience a morir por las calles, cesará la contaminación, pues ya no habrá quienes contaminen. Así, cuando la circulación de corazas metálicas rodantes se vuelva imposible, tal vez la raza humana esté en condiciones más sabias, y construya aparatos que no reemplacen sus carencias. Lástima que no viviremos para incrustarnos en ellos.