jueves, julio 27


De como empecé a vivirme en la interzone


No habían pasado ni dos minutos de haber ingerido el último bocado de un sushi de dos días de refrigeración, cuando empecé a sentir en mi cuerpo los síntomas inconfundibles de una enfermedad literaria.

Hace casi cuatro años tuve una infección borgiana (ver mi blog en 2002). Esta vez, sin duda, era burroughsiana.

Fui inmediatamente al espejo del baño y lo constaté: estaba sufriendo una intoxicación. La invasión de la bacteria que ahora me provocaba un vértigo tremendo había sido fulminante. Sin duda, esa bacteria invadió mi torrente sanguíneo y llegó de inmediato a mi cerebro.

La noche anterior, me había ocupado de analizar en un ensayo la paranoia en la obra de William Burroughs. Esa mañana, literalmente, había sido yo quien engulló el Naked Lunch.

Lo pensé un poco mientras sentía como me estaba hundiendo en un vórtice negro en el que sin duda pronto perdería la conciencia. El siguiente paso era buscar un médico. Era domingo y ello sería difícil, así que lo mejor era aguantar todo lo posible hasta que el vomitar más me resultara imposible. El problema era que no tenía ganas de vomitar.

Me pensé muerta. Hace unos años, unas calles arriba de la casa de mis padres, murió una mujer embarazada de veinticinco años, a las pocas horas de haber comido queso fresco. Mi caso, sin duda, era de lo más similar. Incluso peor, pues yo había ingerido pescado crudo, muchísimo más tóxico que un trozo de queso.

Tuve dificultad de respirar y estaba sintiendo unos tremendos escalofríos. Pero no estaba segura si era la enfermedad o el calor tremendo que hace dos meses hierve la ciudad. No, lo más probable era la intoxicación que, para ese momento, ya estaba alterando todas mis funciones vitales.

Las imágenes burroughsianas pendían de hilos en mi mente. Sustancias viscosas de color verde que emanan de órganos genitales. Extrañas enfermedades en las que los hombres mueren víctimas de un ataque de su propio pene. Mi visión estaba borrosa y no pude pararme rumbo al baño. El preámbulo de la muerte había iniciado.

Jamás he imaginado mi muerte. Como cualquiera, espero que no sea dolorosa. Eso sí, creo que será producto de una enfermedad muy extraña.

Acostada bajo el ventilador que cuelga del techo de mi recámara, mi mente se hundió tanto que caí dormida. No sé cuánto tiempo, sólo sé que, al despertar, todos mis síntomas habían desaparecido.

No morí. No vomité. Ni siquiera tuve alguna leve diarrea.

Al dormir, mi mente se había ocupado de otros asuntos; por ejemplo, el soñar. La ficción de mi enfermedad fue abandonada en pos de una mejor narrativa.

Ésas son las características de las enfermedades literarias. No existe dolor, ni síntomas físicos. La patología se desarrolla en la mente. Crece en la mente. Llega a sus peores consecuencias en la mente.

Y ahí mismo, como al cerrar un libro, cede.