jueves, octubre 5

No he podido hace otra cosa que escribir. Cuando de pronto saltan a mi vista opciones distintas, intento descalificarlas con un después, para que no hagan mella en este impulso que debe ser cuidado y conservado, pues no siempre brota con esa intensidad. Brota, extrañamente, cuando en la realidad emergen límites extraños o soledades. Cuando el dolor de algo que no sé qué es, surge con más fuerza. Entonces viene el deseo de aplacarlo a base de escritura. Cada tecla, un disparo.


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Existe un estado de enamoramiento que nada tiene que ver con otra persona. No es un enamoramiento feliz, sino un amor doloroso que, pase lo que pase, causa nostalgia. Gran parte de los mexicanos viven el amor de esa manera, no es casualidad que la música popular apele siempre a ese amor perdido, un amor que, en la mayoría de los casos, nunca existió. Nostalgia, no de la muerte, sino del nacimiento.

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La adolescencia es un estado nefasto del ser humano, no por su carácter transitivo, sino porque en ella se vislumbra al adulto. El adulto es un ser despreciable. Es alguien que, agachando la cabeza, ha aceptado tirar a la basura su ser para conformarse con portar un traje. El adolescente lo presiente, sabe que en unos años tendrá que tomar su vida en un puño y, como una hoja de papel inservible, apretarla y lanzarla al cesto común. No culpo a los adolescentes tardíos. Se resisten a tirar sus últimas gotas vivas. Mucho menos a aquellos que, durante toda su vida han permanecido infantes. Ser adulto es aceptar la domesticación. Sólo quien jamás acepta la etiqueta de adulto conoce realmente qué es eso de vivir.

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Lanzarlo todo. Pronto y de una vez. Agotarse. Derrochar cada instante. Quedar a cada segundo vacío. Desnudo. Sin habla. No guardar nada hasta el final. Éste es el final.