lunes, diciembre 10


Avatares de la selección natural


No sabía lo que necesitaba de un pez. De modo que cuando decidí poblar mi pecera, elegí como Noé, una pareja de cada especie. Pronto una selección natural que sólo correspondía a mi pecera comenzó a operar. El primer deceso le correspondió a una diminuta rana que cupo muy bien en la boca de algún pez. Después siguieron los peces más pequeños. Pasaron algunas semanas sin novedad, en las que el grupo de peces tranquilos –unos pensativos gouramis– convivían en paz, pero a distancia, con la pareja de regordetes goldfish, quienes pavoneaban sus abultados vientres siempre en busca de más alimento. ¿Qué pensará, mientras flota, un gourami azul? pensaba yo, y lo miraba abstraída durante largos minutos. Una semana después, uno a uno, sin presentar ningún rastro de enfermedad, fueron apareciendo muertos los gouramis. Lavé mi pecera, les administré medicamento, pero sólo uno de ellos sobrevivió. Por supuesto que los goldfish continuaban nadando sin el menor signo de congoja. A la semana siguiente, cuando llegué a casa después de dos días de ausentarme de la ciudad, el último de los gouramis había muerto.

Aprendí la lección. Sólo soportarían las condiciones de esta pecera los resistentes goldfish. Así que me hice de otro par.

Ha pasado más de un mes que habitan mi pecera sólo cuatro goldfish. Mientras estuvieron los gouramis, no había puesto atención en las costumbres de estos inquietos peces. Ahora, que no tengo opción, me he desilusionado con su comportamiento. Son animales torpes, que confunden con alimento incluso a sus propios compañeros. No hacen más que husmear en la pecera en busca de alguna partícula perdida que puedan ingerir. Tampoco permanecen quietos, ni observan su entorno para interpretarlo. Parecen felices todo el tiempo, sin cuestionar qué hay más allá de sus cuatro paredes de vidrio. Cada día me desesperan más pero, ¿cómo elevar el nivel intelectual de un pez? Lo acepto, los pensativos gouramis poseían cuerpos débiles. Eran perezosos. Comían poco y sus movimientos se limitaban a lo mínimo indispensable. El virus fulminó sin problema sus cuerpos famélicos. Tal vez ellos mismos se sugestionaron tanto ante la muerte del primero, que terminaron enfermando artificialmente. Pero, sin duda, eran unos peces inteligentes.

¿Qué hacer entonces con esos a los que la naturaleza ha elegido como los más aptos para sobrevivir? ¿Con esos seres que abundan sin la menor pista de porqué están en ese estanque? Mi desasosiego llegó hasta el extremo: arranqué algunas páginas de un libro de Foucault y las pegué sobre el vidrio de la pecera. Pronto me dí cuenta de lo absurdo de mi solución, pues era claro que los peces no podían leer. Además, suponiendo que lo hicieran, ¿serían capaces de comprenderlo? Cierta vez, un compañero de mi maestría aseguró que no entendió Historia de la sexualidad I, porque ese autor “tenía mala sintaxis”. ¿Podía yo pedirle más a un cuarteto de goldfish? Y aunque la respuesta primera me dice que sí, el sentido común (¿acuícola?) me asegura que no.

Utilizar a Skinner creo que sólo contribuiría a su estado reactivo, de modo que he resuelto aplicar técnicas más sofisticadas. Desde hace cinco días, los expongo a inteligencias superiores de su especie. Coloqué una televisión junto a la pecera, casi del mismo tamaño que ésta, en la que les proyecto cuatro horas al día documentales de delfines. El resto del día, los mantengo expuestos a grabaciones de los sonidos emitidos por estos mamíferos marinos en su propio hábitat. Hoy es el sexto día, sin embargo, no observo en su comportamiento ninguna modificación. Sé que soy una soñadora: tengo cinco años en la docencia con idénticos resultados y aún no he claudicado. ¿Qué virus habrá acabado con los humanos inteligentes? No tengo idea. Y mientras escribo esto, veo al futuro hombre en mi pecera de cristal: será gordo, pero muy feliz