lunes, octubre 17

El espejo de un huracán

La destrucción causada en Estados Unidos por el huracán Katrina y su remate, Rita, y la catástrofe en México de Stan, hicieron evidente las enormes diferencias que existen entre ambos países. A pesar la cercanía, del discurso global y del aparente dominio de Norteamérica sobre nuestro país, la distancia entre ambas culturas es de años luz.

Es paradójico que un huracán cause más devastación en un país de primer mundo que en uno tercermundista. Lás imágenes con las que nos bombardeaban los medios sobre Katrina eran las de un sitio en caos, en el que sus habitantes se comportaban como bebés desvalidos a quienes había que ir a rescatar en brazos. Parados sobre los techos de sus casas, extendían los brazos vociferando contra papá gobierno porque los había olvidado ahí. En los albergues, una vez rescatados, los niños de cuarenta años se violaban entre sí, incluso lo hacían a los niños reales, quienes eran las verdaderas víctimas de todo esto. Mientras la ayuda llegaba, tuvieron que saquear negocios para "sobrevivir", hasta que les enviaron unas cuantas tropas, recién llegadas de Irak, para "reestablecer el orden" (¿cuál?). Los bebés, como en los videojuegos, les dispararon a matar.

Una vez en los albergues, había que degustar esa asquerosa comida. Lo bueno fue que papá Bush al fin se compadeció de ellos enviándoles seiscientos dólares al mes para sus hamburgers.

No faltaron las entrevistas en las que los ciudadadanos (de todas las nacionalidades, incluso mexico-americanos) exponían sus quejas, no acerca de sus pérdidas, sino del mal servicio que les prestó el gobierno, o de las disposiciones tomadas por éste, como la de cercar la ciudad e impedir que entraran sus habitantes.

Por supuesto que hubo sufrimiento. Horror. Pérdidas humanas. Todo esto real y doloroso. Pero también la visión de una sociedad desvalida, dependiente de su Führer, incapaz de salir adelante por sí misma, que incluso se agrede entre sí en vez de ayudarse. Una sociedad en estado infantil.

Stan también causó devastación. Muerte. Pérdidas totales en casas de las que ninguna aseguranza responderá. En hogares que no ganaban ni siquiera seiscientos dólares al año. Inundaciones en sitios no pavimentados, en chozas, entre la selva. Sin embargo, la población no se encontraba arriba de los árboles, esperando a los helicópteros. Se trasladaban en lanchas improvisadas o caminando en el río. Atados a una soga, cruzaban la inundación para llegar al otro lado. Trabajaban con palas y cubetas para limpiar su casa. Se alimentaban de los víveres a su alcance, cocinando en fogatas. Por supuesto que necesitaban (aún la necesitan) ayuda. Por supuesto que la que llegaba poco a poco era bien recibida. Por supuesto que solicitaban más. Sin embargo, quien no ha vivido del welfare, no lo extraña. Hay algo de útil en estar acostumbrado a resolver los problemas propios. Algo que incluso, llega a salvar la vida.

Los reporteros de todos los medios pululaban en la zona de desastre. Entorpeciendo las labores de los damnificados, los entrevistaban sin cesar para mostrar al mundo lo más desgarrador (filmando incluso a quien se ahogaba, sin ayudarlo). Pero era bueno ver cómo la población no caía en sus juegos alarmistas. En una entrevista a un hombre humilde a quien su casa se le había venido abajo, el reportero le preguntó, orillándolo hasta la pared: ¿y ahora qué va a hacer? Él le respondió, con lágrimas en los ojos: volverla a hacer.

En otro reportaje, una mujer joven con un bebé en brazos esperaba cruzar el río sentada en una cuerda que habían improvisado para ello. El reportero se acercó y le preguntó: señora ¿pero cómo le va a hacer con el bebé? La mujer no lo miró de frente, pues estababa atareada con su sobreviviencia. Le respondió con rapidez: pues a ver cómo le hago, tengo que cruzar. Esto es a lo que me refiero al hablar de las diferencias abismales en la manera de enfrentar las catástrofes entre dos países. Incluso México envió tropas de ayuda a Estados Unidos. Donde come uno, comen dos. Aunque el primero no tenga welfare.