Hace unos días tembló en Tijuana. Mientras temblaba, permanecí inmóvil. Cuando era pequeña, temblaba con mucha frecuencia en esta ciudad; yo solía correr despavorida sin rumbo, esperando encontrar un lugar seguro. Hoy sé que no existe tal cosa como la seguridad.
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Hay días en los que el monadismo es tan claro que me asombra. Días especialmente cerrados en los que puedo experimentar la imposibilidad de ir-hacia-el-otro. Saberme mónada me reconforta y, en ocasiones, me resulta totalmente disfrutable. Mira que ni siquiera me es necesario hablar o hacer algo, pues tan sólo alteraría mi realidad y la de nadie más. Y como mi realidad es perfecta en el silencio, no necesito hacer otra cosa.
La historia de la humanidad es la historia de la lucha imposible contra el estado monádico. El hombre no puede aceptar su soledad. Centenares de teorías y disciplinas han tratado de probar la posibilidad de las relaciones interpersonales. Afortunadamente, la tecnología y el espectáculo han llegado para probar lo contrario. El cine nos presenta el ejemplo más cercano de la creación de nuestra propia realidad, y de la proyección de ésta hacia el mundo. Del mismo modo, todos caminamos como proyectores de nuestra propia cinta, en la que actuamos y sentimos en relación a los personajes que se hemos colocado para actuar ahí.
Experimentar la soledad monádica es doloroso porque hemos creído en la posibilidad de abandonar ese estado. Pero en tanto más aceptamos que es imposible cualquier tipo de contacto, y que somos un conglomerado de soledades; ésta, la única, la existencia para sí mismo será satisfactoria. Al fin de cuentas, aquel que dicta lo que es o no es satisfactorio, no puede ser alguien distinto a mí.