sábado, junio 10


Desde la butaca


La espectacularización de lo anteriormente íntimo y sacro me lleva cada día a escandalizarme cual anciana ante las costumbres de su progenie. Aún me resultan asombrosas las imágenes televisivas de heces fecales caninas, estómagos humanos ulcerados, candidatos a la presidencia que provocan la micción en sus votantes, noticieros que colocan en el mismo plano el asesinato de un migrantes y el rescate de un gato obeso, la persecución que hacen los "reporteros" de las figuras de la farándula hasta, incluso, el escusado, o los sitcoms norteamericanos cuyo tema trascendental de la tarde es la pérdida de una camisa. Tal vez algún síndrome de envejecimiento prematuro ronronea por mi mente. O tal vez Debord tenga razón.


En el libro The Age of Access: The New Culture of Hypercapitalism Where All of Life Is a Paid-For Experience (fiú), su autor, Jeremy Rifkin, entre toda la información que presenta, proporciona unos datos curiosos acerca de la formación que reciben los mercadólogos de las universidades norteamericanas más prestigiadas: estos nuevos estrategas llevan clases de teatro. Si ya sospechábamos que la psicología era parte de su currícula, este nuevo dato confirma las sospechas de Guy Debord: estamos ante una sociedad de espectáculo.

El espectáculo no se refiere a la diversión. Debord define espectáculo como el modo en el que las personas se relacionan a través de las imágenes. Desde esta concepción más amplia, es fácil observar el escenario que se monta en el capitalismo global. Lo temático, como una puesta en escena, permea desde los establecimientos comerciales hasta los conjuntos residenciales, incluso algunos hospitales se han unido a esta "experiencia total". Fantasyland ya no es sólo de Disney. Hace algunos años, el "pintor" Kinkade desarrolló conjuntos habitacionales que llevaban a la realidad las imágenes de los cuadros que produce en masa. Al fin se podría vivir dentro de las casitas kitsch de sus "obras". El Children Hospital o el hospital Paradise de San Diego ofrecen también una estética acorde a su "tema".

Mi preocupación no sería tan grande si éste volver espectáculo todo lo consumible se tratara tan sólo de los objetos ; sin embargo, los seres humanos somos quienes damos el primer y último toque a esta puesta en escena mundial. Hace unos meses se escuchaba el rumor que nuestro alcalde tijuanense quería uniformar a las vendedoras ambulantes de la afamada avenida Revolución con un atuendo tipo mesera de Sanborn´s. Los uniformes de trabajo son el vestuario de la obra de teatro colectiva, es cierto, pero el vestuario no es nada sin la actuación de quien lo porta. La actuación de quienes tratan con el público es más que evidente. Todos lo hemos percibido al rentar películas en un Blockbuster: ya no tratamos con personas, sino con actores. Nosotros, al interectuar con ellos, con su actuación, nos subimos también al escenario para la representación.

Michel Mafessoli va más allá. El sociólogo italiano propone que, si estamos en una época de la superficialidad, en la que la apariencia es lo más importante, esto se debe a nuestro modelo económico. Cada uno de nosotros se ha especializado en alguna disciplina o, por lo menos, un oficio. Debe desarrollar esa función para la cual se ha capacitado, ha estudiado o incluso se ha doctorado, durante toda su vida. Como esta propuesta es antinatural y reductora de la complejidad y el flujo constante de cada individuo, es preciso que se invente una identidad. Que "se disfrace" de su función social. Ante la incapacidad de permanecer en lo profundo en su desempeño laboral durante tantísimo tiempo, el hombre contemporáneo se disfraza en la superficie de aquello que debe permanecer. De aquello que debe actuar incluso fuera de su área laboral; el complemento en su vida personal. El espectáculo llega hasta allá. Tomamos el papel del escenario como el rol que desempeñaremos toda la vida.

Sin embargo, y a pesar de lo aparentemente trágico de lo histriónico de la época, el pensamiento de este maestro de la Sorbona me ha hecho reflexionar acerca de mi diario rechazo a todo lo que observo. Él ve en todo esto una unidad, no una pérdida, un surgimiento aledaño ahí donde se ha bloqueado un antiguo escape. Todo continúa, sólo que se manifiesta de manera distinta. Y aquí me gustaría retomar la cita que él hace de Deleuze: "Si este mundo existe, no es porque es el mejor, sino más bien a la inversa, es el mejor porque es, porque es el que es".

Ah, pero, ¿qué implica perder la tensión con lo que es?

Tal vez la salud. Tal vez la pérdida del yo. Tal vez, incluso, abandonar la escritura.

Perder el temor a abandonar la seguridad que da el estar sentado en la silla del observador de este espectáculo. Pues sin observador, el espectáculo no tiene razón de ser.

El espectador, el crítico, es el combustible del espectáculo.