lunes, febrero 19

Soluciones viables al problema de la distopía educativa
De los doctorados a los encantados y viceversa


Si el incremento de la edad es inversamente proporcional a la capacidad de adquirir conocimientos, ¿quién tendría la absurda idea de que los estudios más complicados debían hacerse después de los dieciocho años?

Basta mirar un ser humano de dieciocho años para saber que todo está perdido. A esta edad ya ha consumido tanta basura social que cualquier intento por retirársela lo insta a defenderse. Ya decía Einstein que: "El sentido común es una colección de prejuicios adquiridos por ahí de los dieciocho años". Un hombre o una mujer de dieciocho años de edad en nuestro tiempo, cuyas necesidades básicas están resueltas y con acceso (aunque sea mínimo) al espectáculo y al consumo, es un apático. Tiene el alma light. Si el mismo Einstein, Heidegger o Borges le dieran clase, tendría puesto su iPod y no haría la tarea.

Por otro lado, los infantes nos dejan cada vez más perplejos. Su capacidad de aprendizaje es asombrosa. Conocimientos, idiomas, tecnología, todo es sencillo para su veloz memoria. Está comprobado que el recién nacido de nuestro tiempo posee habilidades que los bebés de hace cincuenta años desarrollaban semanas o hasta meses después. ¿Por qué, entonces, desaprovechamos estas capacidades dándoles muñecos, pelotas y enseñándoles cancioncillas ridículas? ¿No sería mejor saturar su hambre de aprendizaje antes de que lleguen a ser adultos y todo quede arruinado?

Atendiendo a esto, los libros de pintar, los muñecos y todas las enseñanzas que ahora son infantiles, debieran ser trasladadas a la edad adulta. Así los estudiantes no se quejarían de la dificultad de sus últimos semestres de preparatoria, de su licenciatura o maestría. No. Para esa edad estarían ahora cursando, precisamente, el preescolar. Jugar a "Doña Blanca" a "Ponle la cola al burro", hacer un dibujo de su familia o un oso de plastilina serían las tareas más complicadas a las que se enfrentarían a esa edad (y vaya que lo disfrutarían). Las arduas actividades de leer, comprender y generar textos, aplicar los conocimientos en acciones prácticas, serían cosa de niños: los únicos realmente interesados y con la capacidad de realizarlo.

Doctores en filosofía. Médicos especialistas en neurología. Abogados. Ingenieros en sistemas computacionales a los ocho o diez años. Justo antes de que sus capacidades de aprendizaje empiecen a mermar por la neurosis que desarrollarán como consecuencia del contacto con sus padres y el mundo en general. Preparados para la vida antes de que la vida acabe con ellos.

Puede ser que en unas cinco o diez generaciones, ahora sí, esto empiece a funcionar realmente; es decir, que los maestros ya no tengan que ser los adultos, sino los recién egresados. Mientras que sus padres, de treinta y cinco años, van por un grado superior de estudios (ya ni el doctorado basta para quien no desea enfrentarse a la vida y, para ello, prefiere seguir en la escuela). Padre y madre, al salir de sus respectivos trabajos, correrían a las instituciones educativas, donde cursarían sus "doctorados" (preescolar, grado III), vestidos con zapatos deportivos y un mandil para no mancharse. Durante la tarde saltarían y brincarían mientras juegan a los encantados. Y llegarían a casa con una enorme cartulina de colores en la que dibujaron al perro y a sus hijos. (¿A poco no se antoja?)

Solamente invirtiendo el orden actual de los programas de estudio se conseguirá una mejora en la calidad y en los resultados de la educación. Es preciso poner atención a los signos de los tiempos. Los adultos sólo quieren divertirse. Los niños nacen hambrientos de aprendizaje. ¿Por qué ir en contra de las nuevas leyes de la naturaleza? ¿Para qué atormentar hombres y mujeres entre sus dieciocho y sus treinta y ocho con obligaciones que no desean? (O que si las desean, las realizan con mediocridad). Esta nueva reforma educativa promete los beneficios de la autorregulación. La educación, a cada quien según sus necesidades.