lunes, febrero 21

Taqueros en peligro de extinción

No son los tacos. Es el taquero. Ni al llegar a nuestra propia casa nos reciben con tanta fiesta como nos recibe un taquero. El anfitrión por excelencia. No hay nada más halagador para un ser humano, que alguien recuerde que a él no le gusta la cebolla, o que prefiere las tripas doraditas.

Si en México la psicoterapia no ha tenido el auge que en Estados Unidos, se debe a los taqueros. Ir a la taquería es terapeútico. El taquero es un terapeuta ideal porque, además de escuchar con atención, recordar tus actividades y problemas, te nutre con lo que más disfrutas por mucho menos de lo que cobra cualquier profesional.


Y es que sólo basta con observarlos. Los taqueros (los verdaderos) tienen una destreza descomunal en la utilización de sus manos. Ni los dealers de Las Vegas pueden moverse así. El sonido que hacen al picar la carne calma a cualquier adulto como lo hace el sonido del corazón al recién nacido. Y esa manera que tienen de rellenar la tortilla mientras te voltean a ver y te dicen: qué tal te fue con lo del carro, güerito. Ninguna madre, jamás, ha sido capaz de voltear a ver a su hijo y escucharlo mientras hace de comer. Un taquero es mejor que una madre.

También están las bromas, los albures y los juegos de palabras ¿Le pico la carne o se la doy entera? ¿No me diga que no le gusta la tortilla? No me recuerde, ya sé que a usté le gusta mucho el chile. Pero no, no es el vocabulario de un pelado agresor, sino de un amigo cercano. Después de un largo día de trabajo, ni la televisión, ni nada, podrán hacer reir más que las ocurrencias del taquero. Es todo él un remanso para las aflicciones. Incluso para la borracheras.

Y luego ese estar al pendiente para pasarte otro taco antes de que le des la última mordida al que tienes en la mano. Y el plato de rábanos y chiles toreados con limoncito, jefe. Y aquí le va su agua, la que le gusta, señorita. Y qué más le damos y a poco no se va a comer el de cabeza, hoy está... mejor prúebelo, para qué le platico, chavalón.

Pero con el tiempo, los terapeutas se vuelven más populares.

Y es que, como le pasó a la banda El recodo, las taquerías también están siendo invadidas por los Backstreet Boys wannabe. Taqueros sin vocación, que provocan que el buche tenga sabor a Big Mac. Taqueros silentes que aprendieron a ser así en la maquila. Taqueros frustrados con maestría en derecho fiscal. Taqueros sin memoria que mandan a las taquerías a la bancarrota, por no tener la agilidad mental de saber cuántos tacos tiene cada cliente en la panza. Taqueros de la era Web.

¿Qué hacer? En la Procuraduría de la defensa del consumidor no aceptarían una queja así: vengo a denunciar a un hombre que se hizo pasa por taquero. No creo que Derechos humanos estaría interesado en velar por los individuos que sufren las vejaciones de los taqueros sin vocación. Ni la Junta de conciliación y arbitraje aceptaría demandas por taqueros no calificados. Tal vez, lo más viable sería considerarlos una especie en extinción. Un grupo de individuos que, como los árboles del Amazonas, deben ser protegidos, pues representan el pulmón (en este caso, el estómago) de la humanidad.

La crisis en México debida a la pérdida de los valores en lo taqueros no sólo tendrá consecuencias gastronómicas sino también psicológicas. El cúmulo de hombres y mujeres huérfanos de taquero, tendrán que buscar asistencia en otros lugares. Las mujeres ya lo han hecho durante mucho tiempo con sus estilistas, quienes son otro tipo de terapeutas. Los hombres, tal vez terminen volviéndose metrosexuales y pasen también a los brazos de un esteta. Lo grave aquí, es la desaparición de la mexicanidad. El fenómeno ya es observable: cada vez hay menos taquerías que ofrezcan tripas ( ou, wácala, they stink) y más hombres con tripas gueritas en la cabeza. Los signos de los tiempos no pueden ser más claros. Los taqueros están a punto de desaparecer.

domingo, febrero 20

Pizarrón & Pasarela

Contrario a lo que se cree, existe poca diferencia entre un modelo y un maestro. Tal vez el cliché los sitúe muy lejos uno del otro. El primero se caracteriza por un coeficiente intelectual no mayor al de un pollo, mientras que el segundo debe tener cuando menos el suficiente para, ante un grupo, pretender que sabe algo. Ambos pretenden. El modelo pretende su estupidez. El maestro su inteligencia. Pretenden porque con ello obtienen lo que desean. Ser admirados.

Cuando un individuo elige modelar, es porque necesita satisfacer su necesidad de reconocimiento. Caminando sobre la pasarela, cree escuchar de su público: míralo que bello es, mira su cuerpo, sus movimientos, cómo porta su traje. El podría pagar para que el show continuara; y mientras no sea un modelo top, eso es precisamente lo que hace: trabajará gratis o por una cantidad risible con tal de que le permitan acceder a la pasarela. La droga de la pasarela.

Ser maestro no representa mucha diferencia. El trabajo se elige con la finalidad de observar esos ojos de admiración, que no distan mucho de los que se observan desde la pasarela. Aquí, el mensaje no es a la belleza, sino a la sabiduría: mira cuánto sabe, con qué destreza lo transmite, cuándo podré yo saber tanto cómo él. Y, mientras no sea un maestro top, se conformará con cualquier sueldo con tal de que le permitan pararse frente a un grupo para ser admirado. (La droga en este caso, sería la adicción al olor del plumón para pizarrón blanco).

Pero ni en el uno ni en el otro caso la retroalimentación esperada es real. Modelos y maestros que casi pagan por trabajar, se atan a su actividad con la esperanza de obtener algún día, la admiración que necesitan. Las frases de cuán bello o cuán sabio, sólo están en su mente. Incluso hasta sonarían ridículas si alguien las dijera en realidad, pues nadie habla de una manera tan cursi.

Pasarela o pizarrón, la búsqueda es la misma. La elección de caminos distintos tiene su origen en obviedades como la estatura y la talla del pantalón; pero también en situaciones más complicadas como el nivel de timidez. Ambos son seres terriblemente tímidos, pero sus neurosis son distintas. El maestro, mientras camina frente a sus supuestos admiradores, tiene tanto miedo que suele hablar demasiado para evitar cualquier contacto con su público; el modelo, por su parte, tiene tanto miedo que prefiere callar.

lunes, febrero 14

Uno y los demonios

Todos los personajes en una historia son, en realidad, uno. Uno en ambos sentidos. Una historia es un análisis de su autor, por eso a muchos incomoda tanto el escribir. Los personajes son las características de la personalidad consciente o inconsciente del autor. Características que se vuelven tan únicas y complejas que forman por sí mismas una entidad. Establecer un diálogo entre todas esas partes, generalmente polares, es lo que se hace al construir personajes. Tolstoi se desdobló en algunas de sus obras en más de ciento veinte. Todos ellos, el mismo. Todos ellos, él mismo.

La idea de la creación distanciada es algo que utilizan los autores para intentar ocultarse. Nada más absurdo. Cierto es que no se va a analizar un texto a partir de la personalidad del autor, pero es perfectamente posible interpretar un texto para analizar a su autor. Y con esto no me refiero a que la literatura deba ser un vertedero de sentimentalismos, o que al leer una obra leamos la mente de su creador; pero ningún autor puede desligarse de su obra alegando que ésta sea un artificio, una mera labor técnica en la que no ha involucrado ni lo más mínimo de si mismo. Todo está ahí. Cada silla fabricada, cada declaración de impuestos o receta médica; cada manera de hablar, de conducir, de esconderse, delata a quien la elaboró.

La novela de Milorad Pavic, Diccionario Jázaro, es una enseñanza de lo que debe hacerse en cualquier texto: armar un cuerpo. Una novela es una unidad porque sus personajes la forman, son complementarios. Los personajes se construyen entre ellos mismos, porque así están constituidos en el cuerpo de su autor. La idea del escritor atormentado es la del escritor fracasado: alguien que sufre conteniendo sus demonios, que huye de ellos en vez de optar por enfrentarlos y llevarlos a la página.

No es casualidad que los autores de la literatura contemporánea construyan personajes que se disuelven, personajes que se transforman, personajes que se convierten unos en otros, personajes no aprehensibles, personajes que no están. Estas construcciones son reales: así es como se vive el ser humano actual, de eso estamos hechos hoy. Una negación de la realidad sería construir personajes á la Flaubert.

Pero sean ciento veinte o sean dos que se vuelven cinco y luego tres, los personajes de la historia deben formar la unidad. El autor que fantasea con huir de sí mismo a través de la escritura ha elegido un camino bastante inútil para hacerlo. La escritura es un viaje, un viaje al centro de sí. Por eso, para crear desde el centro, debemos estar dispuestos a ir hasta allá, a desdoblarnos en la multiplicidad que nos constituye, a aceptar que cada acto nos delata. Que ya sea que les llamemos personajes, notas musicales, imágenes o figuras de porcelana, los demonios no se irán hasta que los miremos a los ojos y, al fin, nos sentemos a conversar con ellos.

domingo, febrero 6

El extraño mundo allá lejos

Cuando tú me dices eso, no me lo dices tú, me lo dice el autor que acabas de leer, aquel maestro de preparatoria, tu tío, tu mamá, lo que aprendiste de cómo debes quedar bien frente a una mujer, la película que viste hace unos meses. Te respondo. Pero no te respondo yo, te responde la mujer seria, la alumna, la buena hija, la que repite lo que le dijo su papá, su tía, aquella maestra de arte barroco, la que hace lo que debe de ser; la que no debe de ser para que sea.

¿Dónde estás tú? ¿Dónde estoy yo?

La mayoría de nuestros diálogos, no son entre dos personas, sino entre dos introyectos. En nuestro afán de ocultarnos tras la máscara que es el lenguaje, permitimos que nuestros sustitutos, esos que hemos aprendido a actuar tan bien, hablen. Y conversan y discuten y llegan a sesudas conclusiones.

¿Quiénes son ?

Hablando desde todas esas ideas, creencias, comportamientos y maneras de percibir, hemos construido una sociedad en la que no habitamos de manera corporal. Somos verdaderos únicamente en nuestro pensamiento. Quien habla, piensa y fantasea, no sale de la cunita tibia que es su mente. Ahí golpeamos al que sonreímos, ahí –como decía Pessoa– somos los genios que nadie conocerá; ahí nos resguardamos como en el vientre materno para permanecer ilesos, para negarnos al mundo, para privarnos del riesgo que implica vivir.

No es amable decir lo que pensamos. No es educado hacer lo que en realidad queremos. Seguramente nos rechazarán si salimos de ahí. Tal vez, incluso, nos llamarán locos. Y como necesitamos relacionarnos, los exhibimos mejor a ellos, a esos útiles introyectos que han estado ahí a través de las generaciones y que aseguran que las cosas permanezcan como están.

¿Para qué exponerme ante ti si puedo mandar a mi emisario? Sí, aquel que dice todo lo que deseas escuchar; o incluso lo que no deseas escuchar, si eso es lo que se requiere. No hay problema, no lo dije yo. A mí que no me culpen. A mi no me culpan; pues, ¿quién va a culpar a quien no conoce?