El extraño mundo allá lejos
Cuando tú me dices eso, no me lo dices tú, me lo dice el autor que acabas de leer, aquel maestro de preparatoria, tu tío, tu mamá, lo que aprendiste de cómo debes quedar bien frente a una mujer, la película que viste hace unos meses. Te respondo. Pero no te respondo yo, te responde la mujer seria, la alumna, la buena hija, la que repite lo que le dijo su papá, su tía, aquella maestra de arte barroco, la que hace lo que debe de ser; la que no debe de ser para que sea.
¿Dónde estás tú? ¿Dónde estoy yo?
La mayoría de nuestros diálogos, no son entre dos personas, sino entre dos introyectos. En nuestro afán de ocultarnos tras la máscara que es el lenguaje, permitimos que nuestros sustitutos, esos que hemos aprendido a actuar tan bien, hablen. Y conversan y discuten y llegan a sesudas conclusiones.
¿Quiénes son ?
Hablando desde todas esas ideas, creencias, comportamientos y maneras de percibir, hemos construido una sociedad en la que no habitamos de manera corporal. Somos verdaderos únicamente en nuestro pensamiento. Quien habla, piensa y fantasea, no sale de la cunita tibia que es su mente. Ahí golpeamos al que sonreímos, ahí –como decía Pessoa– somos los genios que nadie conocerá; ahí nos resguardamos como en el vientre materno para permanecer ilesos, para negarnos al mundo, para privarnos del riesgo que implica vivir.
No es amable decir lo que pensamos. No es educado hacer lo que en realidad queremos. Seguramente nos rechazarán si salimos de ahí. Tal vez, incluso, nos llamarán locos. Y como necesitamos relacionarnos, los exhibimos mejor a ellos, a esos útiles introyectos que han estado ahí a través de las generaciones y que aseguran que las cosas permanezcan como están.
¿Para qué exponerme ante ti si puedo mandar a mi emisario? Sí, aquel que dice todo lo que deseas escuchar; o incluso lo que no deseas escuchar, si eso es lo que se requiere. No hay problema, no lo dije yo. A mí que no me culpen. A mi no me culpan; pues, ¿quién va a culpar a quien no conoce?