Uno y los demonios
Todos los personajes en una historia son, en realidad, uno. Uno en ambos sentidos. Una historia es un análisis de su autor, por eso a muchos incomoda tanto el escribir. Los personajes son las características de la personalidad consciente o inconsciente del autor. Características que se vuelven tan únicas y complejas que forman por sí mismas una entidad. Establecer un diálogo entre todas esas partes, generalmente polares, es lo que se hace al construir personajes. Tolstoi se desdobló en algunas de sus obras en más de ciento veinte. Todos ellos, el mismo. Todos ellos, él mismo.
La idea de la creación distanciada es algo que utilizan los autores para intentar ocultarse. Nada más absurdo. Cierto es que no se va a analizar un texto a partir de la personalidad del autor, pero es perfectamente posible interpretar un texto para analizar a su autor. Y con esto no me refiero a que la literatura deba ser un vertedero de sentimentalismos, o que al leer una obra leamos la mente de su creador; pero ningún autor puede desligarse de su obra alegando que ésta sea un artificio, una mera labor técnica en la que no ha involucrado ni lo más mínimo de si mismo. Todo está ahí. Cada silla fabricada, cada declaración de impuestos o receta médica; cada manera de hablar, de conducir, de esconderse, delata a quien la elaboró.
La novela de Milorad Pavic, Diccionario Jázaro, es una enseñanza de lo que debe hacerse en cualquier texto: armar un cuerpo. Una novela es una unidad porque sus personajes la forman, son complementarios. Los personajes se construyen entre ellos mismos, porque así están constituidos en el cuerpo de su autor. La idea del escritor atormentado es la del escritor fracasado: alguien que sufre conteniendo sus demonios, que huye de ellos en vez de optar por enfrentarlos y llevarlos a la página.
No es casualidad que los autores de la literatura contemporánea construyan personajes que se disuelven, personajes que se transforman, personajes que se convierten unos en otros, personajes no aprehensibles, personajes que no están. Estas construcciones son reales: así es como se vive el ser humano actual, de eso estamos hechos hoy. Una negación de la realidad sería construir personajes á la Flaubert.
Pero sean ciento veinte o sean dos que se vuelven cinco y luego tres, los personajes de la historia deben formar la unidad. El autor que fantasea con huir de sí mismo a través de la escritura ha elegido un camino bastante inútil para hacerlo. La escritura es un viaje, un viaje al centro de sí. Por eso, para crear desde el centro, debemos estar dispuestos a ir hasta allá, a desdoblarnos en la multiplicidad que nos constituye, a aceptar que cada acto nos delata. Que ya sea que les llamemos personajes, notas musicales, imágenes o figuras de porcelana, los demonios no se irán hasta que los miremos a los ojos y, al fin, nos sentemos a conversar con ellos.