Darse cuenta
Nunca vi cómo asomó los ojos tras el periódico. Ni cómo miró a su alrededor y se vió a sí mismo sentado en otras mesas: camisa igual, cabello cano, más de cincuenta. Tomó su taza de café y continuó, extrañado, leyendo su periódico. Luego un desayuno fuerte, abundante, restó por unos minutos su atención del texto.
A cada cucharada, analizaba su entorno. Veía a las mujeres que, en grupo, arrancaban trozos de espinacas y de champiñones de los omelettes de sus platillos. Grupos de hombres jóvenes que hablaban de negocios, y quienes no cesaban de responder a sus teléfonos móviles. Una que otra mesa con un par de norteamericanos. Y otra vez ellos, solos, sorbiendo café sin despegar la vista de las amplias publicaciones periodísticas. No se comunicaban a distancia con nadie, ni había prisa en su lectura, ni algarabía en su mesa. Pero ninguno lo miraba.
Horas después, cuando hubo bebido las suficientes tazas de café, cuando la lectura satisfizo, ordenó su cuenta. Se levantó, y los grupos de ellas, y los grupos de ellos, le siguieron con la mirada. No sucedió eso con la de sus similares. Pagó.
Ya para entonces estaba yo sospechando algo de este hombre que se alejaba del restaurante, pues al levantarse de su mesa, y antes de pagar, se había colgado mi bolso al hombro. Y rumbo al estacionamiento, no pude dejar de notar cómo miraba mis manos.
Bajó los escalones con cuidado, observando mis sandalias. Y, con naturalidad o mecánicamente, se dirigió a mi auto, sacó las llaves, lo encendió y se fue.
Ahora vive en mi casa, viste mi ropa, hace a mi trabajo. Incluso escribe este texto.