Nosotros los Pérez
Independientemente de la sangre azul, con o sin herencia, en Latinoamérica no es lo mismo nacer Sánchez que Santibáñez. El apellido es un factor determinante para la percepción social de la persona.
Los hay de todo tipo, desde los más comunes que se repiten incansablemente, ésos que hasta la Secretaría de Hacienda ha eliminado en las iniciales de la CURP, hasta los que por su sofisticación, son repetidos incansablemente junto al nombre de quién los porta; sólo por el placer de escucharlos.
Los apellidos rimbombantes (o extranjeros) se toman, como el buen café, solos. No hay necesidad de añadirles nada, en ocasiones ni siquiera el nombre. Pensemos en un Zabludovsky. Incluso decir Jacobo lo opacaría. Por el contrario, los apellidos abundantes son descalificados. Parecen no ser suficientes por sí mismos. Es necesario añadirles el segundo, con la esperanza de que sea mejor, o de que por lo menos le dé un mejor ritmo. Pensemos en López. Pensemos en el sucesor de Zabludovsky: López Dóriga, ¿no sería suficiente con decir Joaquín López?
¿O Andrés Manuel López o José López? En lugar de Andrés Manuel López OBRADOR, o José López PORTILLO. Miguel de la Madrid y Vicente Fox pocas veces han usado el Hurtado o el Quesada. No lo necesitan. Y el ejemplo de las figuras públicas tan sólo refleja el rechazo general a lo "irrelevante" de esos apellidos. Nacer con buena estrella es apellidarse Betancourt, Santini, Poniatowska, De la Torre, Villavicencio, Montes de Oca.
El impacto del apellido incluso determina la trascendencia de la obra de un autor. Borges nunca hubiera sido Borges si se hubiese llamado Jorge Luis Rodríguez. ¿Lo Rodrigueano en vez de lo Borgeano? Jamás. Y, ¿seguríamos rindiendo el mismo tributo al autor de Pedro Páramo si se hubiese llamado Juan Pérez?
No, uno se regodea al decir Rulfo. La R prepara la boca para la dulzura de la UL, al tiempo que la dentadura superior toca al labio inferior soplando una F, para descansar en una sugestiva O.
Qué desgracia para los grandes cuyas obras están guardadas en un cajón, sólo porque nadie ha querido nunca publicar a un Pérez que carece de Reverte.