Un fling con el mostruo de la laguna negra
Acababa de sacar dos juegos de 120 copias que no necesitaba. Hacía calor. Y como la ciudad es tan parecida a mí que no me permite descansar, opté por ir a los Estados Unidos. No hay nada mejor que ser extranjero.
Pese a que habían anunciado en el radio una espera de treinta y cinco vehículos por carril, la fila ya ascendía a los ciento quince. Tomé la penúltima fila del lado derecho con el fin de evitar ir peleando con los conductores insatisfechos que se cambian de carril cada cinco minutos. Todo transcurría en simulada paz, pero el calor y la fila lenta y el hambre y las 240 copias inservibles se acumulaban. La música pudo haber sido la cereza del pastel, o una mirada del carro contiguo. Pero la cereza se transformó en granada.
La fijación con el poder de algunos conductores los lleva primero a elegir automóviles inmensos que intimidan a los económicos. Pero el tamaño, contrario a lo que dice la sabiduría popular, no lo es todo. Para que el tamaño funcione debe ir acompañado de un conductor neurótico, de aquellos que profieren todo tipo de maldiciones a cada 10 circunvalaciones de sus llantas. Y para que el conductor neurótico y ávido de poder funcione, debe enganchar con otro.
No sé cómo fue que el conductor de atrás supo que yo estaba lista. Tal vez observó cómo me tocaba la frente para eliminar el sudor. Tal vez vio los movimientos de mi cabeza. Tal vez se fijó en mi insistencia por ir dos centímetros lejos del auto de enfrente. La situación fue que el señor me ubicó (o yo a él) y tiró el anzuelo.
Con una camioneta Escalade negra aterrorizaba al auto que estaba atrás de mí. Eso, por supuesto, yo no lo ví. Yo sólo sentí como encimaba su monstruo de la laguna negra sobre mi ya bastante maltratada minivan. En ese instante el auto se llenó de las copias que había ordenado de más, sofocándome; la temperatura se incrementó en 12 grados celsius, mi hambre se incrementó y el mundo desapareció, dejándonos solos a mi verdugo y a mí.
Paré el auto. Me desabroché el cinturón de seguridad. Salí con 20 centímetros por encima de los 172 que ya mido y, acercándome sin pensar en peligro alguno a lo que supuse sería uno de esos pochos que vienen a comprar madando a la Comercial Mexicana y a comer en el Negro Durazo, me paré junto a la ventana del auto y, en uno de los estados más furiosos que he experimentado en mi vida, le pregunté a gritos:
¿CUÁL ES TU PROBLEMA?
No era ningún pocho. Era un anciano. Un anciano gandalla y norteamericano, eso sí. Tenía una cara de asombro, pero no de miedo. Movía las manos frente a su cara como diciendo que no quería problemas.
SI NO LOS HUBIERA QUERIDO EL HIJO DE LA CHINGADA, NO SE HUBIERA TREPADO A MI CARRO.
Volví a preguntarle lo mismo. Lo hice porque me interesó conocer las motivaciones que tiene un anciano para llegar al extremo de subirse al auto de la mujer de enfrente. No pensemos en Freud, por favor, que en este momento me regreso y... Pero no, el hombre no contestó.
Cuando comprendí que era un anciano pusilánime, de esos que se aprovechan cuando nadie reclama, me retiré a mi auto. Lo observé por el espejo. Iba acompañado de su senior citizen wife, mujer a la que jamás ví durante el altercado. La tipa parecía consternada. Respiré.
Respiré más y me sentí muy bien. Saqué mi pasaporte y, viendo la foto de mi sobrina, la acaricié. Incluso ví los juegos de copias sin rencor. Le subí un poco a la música y bajé toda la ventana. Me recosté en el sillón, agotada pero satisfecha.
He hecho fila miles de veces en mi vida para cruzar a San Diego, pero nunca, nunca, nunca, había tenido un orgasmo ahí.