Metas bien claras
Mi peor pesadilla: que mi carro deje de funcionar a media noche en un sitio desierto de la vía rápida. Mi peor pesadilla ha sucedido.
El panorama: ningún celular, ninguna posibilidad de conocer lo que funcionaba mal entre esa masa extraña de aparatos. Estaba segura de que no era la batería, pues todo lo eléctrico encendía, porque al intentar prenderlo producía el ronroneo que no se escucha cuando la batería ha muerto ¿motor de arranque? Tal vez. Pero lo extraño era que el auto había dejado de funcionar justo después de caer estrepitosamente en una de esa “imperfecciones” que abundan en el pavimento mal colocado. Una gran imperfección.
Sin celular, hubo que buscar un teléfono público.
–Camínele para allá –dijo con cerveza en mano un guardia de la empresa frente a la cual mi carro había decidido descansar– , por ahí hay una gasolinera.
Después de diez minutos, la gasolinera que aún no abren apareció frente a mí
Veinte minutos de regreso y hacia arriba. Teléfono público de tarjeta; y entre mis posesiones, ninguna tarjeta. Ni monedas de cinco pesos. Las de diez son prohibidas en teléfonos y estacionómetros. Tal vez por su color.
Pero no faltó la taquería y el no tengo cambio y el no te compro tacos y el yo traigo una tarjeta de treinta pesos y el desconfiar y verla en paquete cerrado. Y comprarla.
Información. Número telefónico de grúas; los mecánicos a esas horas de sábado ya han abandonado demasiado ebrios su taller. Sólo quedan las grúas. Ah, y “Rescate Vial” del municipio, pero su número telefónico (685-7311) NO EXISTE. Así aseguran la efectividad del rescate.
Una hora y la grúa en camino no llega, parece no haber encontrado el lugar de la pesadilla. Media hora más y otra llamada y llega y levanta el carro y la conduce un hombre cuya tranquilidad provoca la necesidad de huir. Pero mi carro viene detrás y no sería bueno. El hombre habla de los ojos. De los ojos de sus sobrinas, de sus hermanas, de los míos y sin hablar de ellos, de los suyos. Nunca lo ví al imaginar mi pesadilla, pero ahora era seguro que no pudo ser nadie distinto a él; a un personaje sin características, sin pistas, cuyos movimientos no revelaban nada. No pude saber a dónde me llevaría, hasta que estuve en mi casa y cerré la puerta y se alejó. Y mi pesadilla.
A la mañana siguiente, levanté el cofre, conecté el cable que se había soltado durante el golpe y encendí mi carro sin problemas.