Toda escritura es una profecía. Escribimos para anunciar un tiempo que llegará tal y como lo hemos escrito. Si el escritor es alguien atormentado es porque conoce su futuro en su escritura, porque sabe que de sus dedos puede salir su propia sentencia de muerte. Sentencia que cumplirá al pie de su letra, no porque exista un destino que desde antaño lo haya determinado, sino porque él mismo, después de escribirlo, se encargará de llevarlo a la práctica. Las profecías no se cumplen porque el futuro ya estaba previsto, sino que se cumplen porque se escriben. El profeta y el escritor son hombres tan orgullosos que consiguen que sus palabras se cumplan antes de aceptar que lo que escriben o pregonan son simples palabras, y que sólo tiene el poder que se les concede. Aunque, en la mayor parte de los casos, se les conceda la omnipotencia.
Somos nosotros quienes escribimos alguna vez que la realidad está formada por lenguaje. A partir de ahí, nos convertimos en servidores del lenguaje.