domingo, septiembre 12

A la medida

La ambición colectiva. Expansión sin límite. El crecimiento canceroso hacia la muerte. Dejar hacer, dejar pasar se ha convertido en permisividad absurda. La prueba más cercana es la talla de mi pantalón.

Explorando el clóset de mi madre, encontré algunas piezas de ropa que me llamaron la atención. Eran obviamente prendas fabricadas hace más de treinta años. Dudé en probármelas, pues eran dos tallas más arriba de la que uso. Observándolas bien, me di cuenta de que su tamaño no distaba mucho del de mi ropa actual. Me las probé. Me quedaron perfectas.

Con curiosidad, indagué en tiendas de segunda. El mismo resultado.

Las tallas se han expandido al ritmo de los cuerpos. Las medidas, límites para el volumen físico, se han ido “adecuando a las necesidades”. Si yo hubiese tenido treinta años en 1970 y el mismo cuerpo, usaría talla diez. En el 2004 soy talla seis. No tengo por qué preocuparme de llegar a ser una anciana obesa. Para cuando tenga 60, seguramente continuaré usando la misma talla, aunque pese veinte kilos más.

Es lógico que las medidas pequeñas vendan más. El autoengaño colectivo funciona. Pero el autoengaño tiene límites aunque aparente lo contrario. Los problemas de salud relativos a la obesidad se incrementan, pero las tallas se expanden. Las tallas se expanden al tiempo que la imagen de la mujer ideal se reduce a una pura estructura ósea con pechos enormes. Los extremos del cuerpo son los extremos en el plano social, pues lo micro se representa en lo macro y viceversa. El grado de tolerancia hacia cualquier tipo de destrucción se incrementa como las tallas de los pantalones, al tiempo que el discurso de la hermandad de la globalización se contradice.

Sería insoportable, por supuesto, enfrentarnos a la realidad. Vestir la talla que nos corresponde. Darnos cuenta de que la realidad televisiva y virtual es tan sólo una realidad que se ha adecuado a nuestro peso, al que es preferible ignorar con imágenes mentales para no salir a la calles y enfrentarnos con el real cuerpo del otro. El tangible otro que nos define y, por lo tanto, nos destroza.


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a.B.L y d.B.L

Con frecuencia soy ingrata y malagradecida. Olvido las fechas significativas y los cumpleaños, justo cuando llegan, después de haber estado pensando en ellos durante meses. Enfrentar la realidad nunca ha sido algo que me caracterice.

Ayer debí mostrar mi gratitud a una persona que me permitió, con sus acciones, darme cuenta de lo perfecto de mi vida y, por ende, echarla a perder. No soy más feliz gracias a eso. El hacer lo que quiero incluso me da menores retribuciones que el hacer lo que debo. Pero hubo algo ese 11 de septiembre que me cuestionó, ¿podrías morir hoy, satisfecha?

Y respondí que no.

A partir de ese día comencé una búsqueda frenética de todo lo que me satisficiera. Me convertí en la niña que, después de pasar años con la nariz pegada a la vitrina de pasteles, le permiten adentrarse en ella y hartarse. Pero, siguiendo el pensamiento de Blake de que nadie sabe cuánto es suficiente hasta que ha sabido cuánto es más que suficiente, establecí mis límites.

Bin Laden nunca sabrá lo que significa para mí.

Caí. Fui lanzada al abismo junto con las cientos de personas que se lanzaron del World Trade Center. Incluso morí.

Hoy soy tan joven que aún poseo el asombro infantil. Nací hace tres años. Este renacimiento aún me resulta extraño en ocasiones. Y mi boca tiembla todavía cuando, a la pregunta que me hice el 11 de septiembre del 2001, respondo:

Sí.

Entonces, la misma voz murmura:

¿Y a mí qué?