lunes, septiembre 27

La primera y última impresión

Imaginé sus historias mientras las veía, ¿cómo habían llegado ahí? No tenía más datos sobre ellas (y ellos) que los que iba -también imaginando- el guía. Era posible, tomando en cuenta su posible edad, la extraña estructura de su cuerpo, las vestimentas con las que eran expuestas (pues seguramente tampoco eran las originales), elaborar un perfil completo, una personalidad ficticia de una osamenta cubierta de restos de piel café oscuro. O de lo que fue una persona.

Sin embargo, era preferible adivinar su presente. Lo histórico era demasiado fácil. El presente, el estado actual de la conciencia de quien permanecía dentro de un cubo de cristal, era una tarea más interesante. Sobre todo si para elaborar esta conjetura, se partía de su último gesto.

Caras con un explícito aullido permanente. Rostros que mostraban el más nauseabundo de los horrores. Para morir así, debióse haber visto algo terrible en el preciso momento de cesar la vida. Quien desee preguntarse por el más allá, que vea las caras de esas momias. Tal vez para estas fechas ya se acostumbraron a vivir en ese sórdido lugar. Tal vez, la muerte tan sólo es un mal chiste.

Si pudiésemos petrificar el rostro de un recién nacido, justo cuando sale del vientre y observa el mundo, sería idéntico al de estos despojos de lo que fue un humano. El grito de horror más grande se da al observar este mundo, ningún otro, ningún más allá. Esta única de las realidades. Y aparentemente, la peor.

El gesto de horror de las momias permite asegurarse de que, después de haber pasado por este mundo, no existe ningún paraíso. Ningún infierno. Sólo la broma divina. Solamente el Nietzscheano eterno retorno de lo mismo.