Metro mental
Tenía seis años cuando, después de escuchar durante horas enteras a mi abuelo hablar acerca de poetas y judíos, comencé a tomar el gusto por esas extrañas palabras ordenadas con cierto ritmo. Mi padre, feliz de que yo siguiese los pasos poéticos de mi abuelo que él no siguió, comenzó a llenar mi librero. Fué así como inicié mi lectura de López Velarde, Juan de Dios Peza, Antonio Plaza, Rubén Darío, Guillermo Aguirre y Fierro, Amado Nervo, Gustavo Adolfo Becquer, García Lorca, Manuel Gutiérrez Nájera.
Debí haber jugado más con las muñecas.
La mayoría de esos poemas tratan del desencanto, algo no recomendable en la infancia. Sin embargo, eso no fue lo peor que pudo pasarme al leer esos autores a tan temprana edad: en esa época uno desarrolla su lenguaje.
Desgraciadamente aprendí a pensar en endecasílabos.
Ese ritmo me provocó más problemas que el triángulo edípico. Hoy, basta que alguien me sugiera un tema para que yo, sin chistar, comience a desarrollarlo mentalmente en frases de once sílabas. Ya no se diga cuando intento escribir.
Así que por favor, futuros padres de familia, maestros y similares; si ven en sus hijos cualquier inclinación poética, denle a César Vallejo, a Huidobro, a Kozer. Vaya, incluso algo de Villaurrutia. De tal modo que a sus treinta años, no piensen como yo. O como Gutiérrez Nájera:
Morir, y joven: antes que destruya
el tiempo aleve la gentil corona;
cuando la vida dice aún: soy tuya,
aunque sepamos bien que nos traiciona.