lunes, febrero 10

REPARACIONES

 Cuando entré, los dos jugaban a los carritos. Me recargué sobre el mostrador para esperar a que saliera el sastre a atenderme. El mayor de ellos, un niño de unos ocho años gritó: ¡Papá! y continuó jugando. El que parecía su hermano --de unos seis años—no detuvo su juego: sin importarle mi presencia, armaba emocionado su pista de carreras. Yo los observaba sin disimulo, disfrutando de cómo una actividad tan sencilla podía entretenerlos tanto. Sin embargo, el mayor volteaba de vez en cuando a mirarme, y movía su juguete con timidez: a tan corta edad, ya había perdido la espontaneidad al tomar conciencia del “que dirán”.

 Minutos después salí de la sastrería y conduje por el tramo de la calle sexta donde se instalan varios carroceros independientes. Uno de ellos levantó un martillo para ofrecerme el servicio. Si fuera así de sencillo, pensé, estacionaría el auto para pedirle que reparara mi cerebro, así podría ignorar de nuevo el ojo que mira, como niño de seis años.