EL PRIMERO
Sean buenos o malos, los finales son detestables: permiten conocer el resultado, y lo mejor en la vida es el desconocer. Recordemos cada final que hemos vivido, el último día de esto o aquello y comprobaremos que carece de emoción, aún cuando suponga el final de una situación angustiosa o de sufrimiento.
El final nos deja instalados en el limbo de conocerlo todo, sin la posibilidad de ir más adelante: toda curiosidad ha sido satisfecha. Por esto, la recomendación de vivir cada día cómo si fuese el último es lo más absurdo que he escuchado: vivir cada día un final. Este consejo supone nostalgia y, por consiguiente, cursilería.
Observar las cosas y las personas con la consciencia de que lo hemos hecho durante años, es de lo más tedioso. Asirnos a ellas cómo si fueran a desaparecer mañana, con una actitud enfermiza y ridícula. Yo, quien disfruta glotonamente de los inicios, apoyo una recomendación contraria: vivir cada día cómo si fuese el primero, sin memoria, con el asombro de quien se enfrenta a la vida por primera vez. Desarrollar una convivencia con el otro, no como quien teme perderlo, sino como quien lo descubre y lo valora no por lo que ha sido a través del tiempo, sino por lo que es, en este momento. Un día al que vale la pena levantarse, pues, bueno o malo, nos ofrece la posibilidad de descubrirlo, saboreándolo por ser el primero, el único, el desconocido.