domingo, diciembre 21

De noche

Desde los cinco años supe lo que no quería. Todavía no lo tengo. Sé que lo tendré. Cada paso que doy me lleva hacia allá. Cada palabra que sale de mí es un tablón más en la construcción del puente que me conduce hasta ahí. No necesito de nadie para llegar, eso es lo mejor, y es justamente lo que me hace saber que voy por el camino correcto.

Caminar.

Quien construyó ese templo, seguramente pensó en mí. Quien construyó ese templo supo desde el inicio que lo terminaría; por eso se embriagaba cada domingo, para amanecer mal los lunes y postergar la obra, para aplazar lo más posible la inevitable inauguración de lo que supo que terminaría.

No sé cómo pude ver el dolor a los ojos a los cinco años.

La vida se divide en secciones. Las puedo ver. Desde pequeña las ví. Observaba como las décadas tienen colores específicos y son una estructura bien definida por la que se debe de pasar (¿Dónde está la droga?) Los treinta están construídos de madera. Son todos del mismo color, caminar sobre los treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres no me produce emoción. Los veintes son líquidos, y se flota sobre ellos como flota el miedo para tomar aire. Los diecitantos están construídos de órganos humanos enfermos; cada uno brinda un dolor distinto y es tan agudo como una amputación. La primera década es de silencio y de escuchar los lamentos de la madre. Tengo veintinueve.

No estaré, tampoco estoy: nunca estuve. Y ese cuerpo no es mío. En el descubrimiento de la invención de cada una de mis acciones, en las que nada de mí se compromete, existe la realidad que va implícita en cada palabra de una ficción. No es posible restarle validez a cada acto ficticio, a todos, pues cuando la ficción es lo único presente debe aceptarse como realidad, que no como verdad. Un paso ficticio sigue siendo un paso, y la tierra no miente.

Estaban sentados afuera de ese templo, esperando a diario que mi madre me llevara de la mano y me acercara a ese altar oscuro donde una virgen vestida de negro respiraba el hálito hediondo de lo pecadores que la invocaban. Yo no medía más de un metro.

Rodar hacia abajo en la mente no cuesta nada. Lo hago en este momento. El daño está hecho; y está hecho aunque tú no me entiendas, aunque tú no recibas mi voz porque me he apartado del rebaño de los fieles, de los que te adoran y se regocijan en tu majestuosidad, que no es sino miedo y silencio. El clóset en el que vivo me gusta.

Inevitablemente llegaré. Aunque sé que esto solamente sucederá si continúo por el camino que es mi vida. Puedo interrumpirla en cualquier momento. Puedo soñar que la interrumpo, planear que la interrumpo, escribir que la interrumpo, decir que la interrumpiré; incluso escucharte que lo quieres hacer, pero no sucederá: lo que más temo llegará, y llegará en la vejez y no habrá nada que impedirá que esté sentada en ese sitio, consciente de que cuando tenía cinco años grité que no lo desearía nunca. Aunque sudé cientos de noches en mi cama temblando de miedo por la visión de mi cuerpo en esa banqueta.

Diciembre me recuerda mucho a la catedral. Cada año me llevaban como ofrenda viva ante una virgen de yeso de la que yo tan sólo sabía su nombre, porque era el mío. Con el uniforme bajo la túnica blanca, me aferraba del brazo de mi padre para salvar mi cuerpo del olor a manteca de cerdo, aguas frescas derramadas en la banqueta y empujones. De reojo y, según fuera necesario, a conciencia, observaba los cientos de figuras que tendían los vendedores en sus puestos, para que los tijuanenses armaran en sus casas los nacimientos. Y entre la comida y los rostros retorcidos de los pastores, estaban ellos. Ellos sin dientes, ellos sobre cartón, ellos envueltos en lodo y restos de comida de hace días. Ellos, los que seré yo.

Como conozco mi final, como he visto Itaca antes de llegar a ella, el camino no me produce ningún placer. Por el camino siempre hay puertas, pero esas puertas siempre se llaman muerte. La muerte es lo menos deseado en la vida porque es lo más accesible. En las seis letras que la conforman pueden descansar todas la mentes. La muerte que deseo románticamente no llegará, pues me espera un sitio junto a ellos.

Escucho los cánticos desde una banca de madera, en la catedral de Tijuana. El templo frío es tan sólo una antesala a la banqueta de afuera. Y los brazos que me sostienen, cuerpo de tres años, son de quien me ha ido a ofrecer ahí para tenerme un tiempo, mientras el templo me reclama como centinela.

Cuando nací, quise creer que podría nadar felizmente por las aguas de mi pequeño hogar, que todo era tibio y agradable. No. Entonces busqué un artefacto de calcio para esconderme. Mil veces roto y reconstruído, es la protección que me permitirá llegar a esa banqueta que tanto temo porque me espera, porque sabe que mi cuerpo no descansará hasta que llegue el día en que me recueste allí.

Hace unos cuatro años, por estas fechas, le llevé una cobija a uno de esos indigentes que duerme sobre cartones afuera de catedral. Agradecería que nadie haga lo mismo cuando llegue el tiempo en que yo deba estar ahí.