jueves, diciembre 18

No me gusta conocer los finales de los textos que escribo. Disfruto la sorpresa que brinda el descubrimiento de la historia, no desde el intelecto, sino desde el lenguaje. Escribir con un final en mente equivale a matrimonio.



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Tolerar la vida es el camino más rápido al suicidio.



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NORMAL

Hace poco escuché que la normalidad es la verdadera revolución. Lo cual significaría que en la vida cotidiana se da el verdadero heroísmo, y que las vidas alternativas a las cotidianas son tan sólo una cobardía. Esta frase resume a la película italiana llamada “El último beso”, en el que el personaje principal es un hombre de treinta años que vive con su novia desde hace dos, y que se acaba de enterar que está embarazada. Llega la típica crisis ante la responsabilidad, los amigos solteros que aún andan deambulando por distintas camas, y la chica irresistible de veinte años que se enamora de él. Sucede lo previsto: él se aterra ante la responsabilidad, se refugia en la chica, coge con ella, su novia se entera y lo deja, él le pide perdón, ella lo perdona, se casan, son muy felices y tienen más hijos. Entonces termina la película con esa frase: La normalidad es la verdadera revolución; mientras se muestran imágenes de la familia, ya cuarentona, sentada alrededor de la mesa, jugueteando como en los comerciales mexicanos de cereal.

¿Es la normalidad la verdadera revolución?

Para quienes “poseen valores tradicionales”, la idea ni siquiera es cuestionable; es más, ni siquiera lo considerarían una revolución. Es simplemente, lo que debe de ser. Para quienes poseen ideas más liberales y, debido a esto les cuesta trabajo concebirse como “normales”, pero desean una vida estable, considerarán que, en efecto, la normalidad es la verdadera revolución. Para quienes no desean este tipo de compromiso, y se burlan de estas convenciones, dirán que esa idea es moralista.

Hemos aprendido que madurar supone conductas específicas, y que quienes no las adoptan, son personas que tienen problemas de adaptación (o de domesticación). Sin embargo, también puede verse a quienes “no se adaptaron” llegar a los cincuenta o sesenta años con una infinita amargura, deseando haber podido comprometerse realmente alguna vez. Y es que lo que conocemos como valores, cuando se imponen, son tan absurdos como el utilizar la cárcel como agente regenerador del ciudadano; sin embargo, si el individuo, con o sin cárcel, toma conciencia del beneficio que resulta para su vida el evitar delinquir, puede cambiar. Pero también puede decidir que lo disfruta, y que eso lo hace tremendamente feliz.

La normalidad, para quien la disfruta, es recomendable. Para quien la desea, es la verdadera revolución. Y para quien la detesta, es la manera más monótona de existir. Cuestión de esencias.