lunes, noviembre 3

LUNES EN PLAYAS

Ya funciona
(Esto significa: Lector, vuélvelo a leer porque ya lo terminé)

Hace rato andaba caminando por playas de Tijuana. Fui a buscar al mar lo que en la tierra no puedo ver a los ojos. No había desayunado, de modo que mi caminata resultó un evento casi ascético. Hubiera podido llegar a algun café a comprar algo, pero, como todos los lunes, el contacto humano me resultó insoportable, por lo que preferí morirme de hambre antes de tener que tolerar a alguien.

Caminé hasta la ridícula división que instalaron entre el mar norteamericano y el mexicano (lo cual, por supuesto, no existe). Había parejas, familias y una que otra solitaria(o) como yo. El mar era especialmente atrayente, no sólo para conversar con él (pues he decidido que esta semana solamente hablaré con los seres que no utilizan el habla), sino también para recordar.

Anduve dando pasos pequeños, de esos en los que suelo arrastrar los pies, deteniéndome de vez en cuando a llorar un poco(muy recomedable por las mañanas) y luego continuaba. No sé si fue mi estado, o mi olor (me había bañado en la noche) o de plano algo se me notaba; la cosa es que después de fijarme una meta y caminar mucho más allá de la zona "turística", una curiosa perrita se dio a la tarea de acompañarme. Al inicio me dio miedo, pues andaba jugando con un pitt bull, pero luego abandonó sus juegos y me siguió. No habían pasado tres minutos cuando se detuvo a escarbar en la arena. Me incliné para observar lo que desenterraba y observé una conchita blanca muy frágil, de las llamadas "silver dollar"; la tomé entre mi mano temblorosa y comencé a sospechar que esa perra no era simplemente eso.

Continué caminando mientras limpiaba con cuidado la conchita, que no era más que la mitad de la misma. La meta que me había fijado se veía cada vez más lejana, pero ahora tenía quien me acompañara. Sospechando de la identidad del animal, comencé a platicar con él. Entonces generamos muchas ideas y nos reímos y el mar pasó bajo nuestros pies. Antes de que me diera cuenta ya habíamos llegado a la meta propuesta. Llegando ahí, ella se alejó a olfatear unas píedras; creí que había llegado el momento de separarnos y le agradecí que me hubiera acompañado esos metros; entonces dí la vuelta para caminar de regreso. Ella me vio y corrió inmediatamente hacia mí, y con su pata delantera acarició mi pantorrilla, como diciendo: aquí sigo.

La casi media hora de regreso transcurrió bajo un sol que se empeñaba en hacerse notar. Mi cuello ardía y me faltaban las fuerzas, pero la visión del mar mitigaba todo. Ví fantasmas, olores, deseos y algas marinas. Ella continuaba fiel junto a mí. Comencé a preocuparme por la despedida ¿Cómo explicarle que le agradecía la caminata, pero que no me podría quedar con ella, ni llevármela a casa? Sin embargo, a unos cien metros de la escalera, mientras yo me preguntaba qué se hace con una despedida así, algo sucedió: un apuesto perro huskey corrió hacia ella. Ambos disfrutaron a saltos la orilla del mar, entonces supe que estaría bien, que no me iba a extrañar. Continué con paso apresurado hacia la escalera, pero de nuevo no estaba sola, ahora ella y su recién encontrado me acompañaban en el ascenso. Me preocupé realmente.

Ya estando en la banqueta superior, decidí que tenía que recompensar de algún modo esa agradable compañía, de modo que, en contra de mi principio lunético, fui a una tiendita a comprarle algo de comer, pues la noté hambrienta cuando pasamos junto a un montón de basura. No encontré nada mejor que una bolsa de chicharrones de cerdo, y salí contenta a dárselos: inútil, se había ido.

Entonces comprendí y me senté en el cofre de mi carro, pensando en las razones que me llevan a siempre esperar recompensa por lo que hago.