jueves, octubre 16

UNIDAD


Hay algo denso, unido, sentado en el fondo
repitiendo su número, su señal idéntica…


Es una manera muy poética de Pablo (Neruda) para llamar a lo que clínicamente se denomina prolactinoma y que se encuentra sentado, sí, pero en la silla turca (hipófisis) de mi cráneo.

Albergar a ese intruso dentro de mí es cómodo, pues no me causa dolor o incomodidades. Tal vez un poco de molestia cada vez que intentan rastrearlo con ondas sonoras para monitorear su crecimiento, pero hasta ahí.

Como siempre lo hago, desde el momento en que supe (hace unos diez años), que lo tenía, comencé a navegar en la red para buscar toda la información posible al respecto. Me enteré que nunca será cáncer, que no tiene vida (vasos sanguíneos), que me causa un desastre en la hormonas ( si no tomo medicamento) y que puede continuar creciendo si no lo atiendo. También que lo tendré ahí toda la vida, administrándole pastillas de cincuenta pesos diarios para que no crezca y me aplaste el nervio óptico y me deje ciega, o para que no crezca y me altere aun más las hormonas y me vuelva acromegálica, gigante o hirsuta (más). Para que no crezca y me presione esas áreas delicadas del cerebro y me vuelva esquizofrénica (todavía más).

Por lo pronto hemos convivido en armonía por una década mi tumor y yo. A ratos me gusta echarle la culpa de dolores de cabeza o de ataques de neurosis, peor no sé hasta qué grado es responsable. Sólo sé que está ahí como una pequeña bomba de tiempo, una amenaza encarnada que me pide seiscientos pesos cada quince días como soborno para no manifestarse. Le tengo cariño y repulsión. Me gusta y me aterra. Y no puedo liberarme de él, ni siquiera mediante cirugía, pues existe el 80% de posibilidades de que vuelva a crecer. Ni modo, hay quienes nacen con estrella; yo nací con tumor.