martes, diciembre 17

EL MUNDO ALLA ADENTRO(Cambio de título por ya haber sido utilizado en el medio bloguístico. Mayor información en el siguiente post)
Hace exactamente trece años, siete meses y diez días, me encontraba sentada en un salón de belleza, observando con asombro la transformación que un hombre de modales delicados hacía en mi rostro y en mi cabello; sin embargo, desde ese entonces ya ejercitaba mi habilidad de poner atención a varias cosas al mismo tiempo. El lugar estaba lleno, por ser sábado, y un tumulto de mujeres se movían de silla en silla con artefactos extraños en sus cabezas, caminando lentas, con las manos al aire. Y entre ruido de pláticas, música de Alejandra Guzmán y secadoras de cabello, entró una mujer alta, de rostro silente y ojos de espera. Fue recibida con sonrisas por todo el personal del salón, y conducida a una silla situada a tres lugares del mío. Debí delatarme con la mirada (como siempre me pasa), porque el estilista, mientras retorcía mi cabello con firmeza y esmero, me dijo:
--Es la señora Medrano, viene tres veces por semana,desde hace cinco años. Le lavan el cabello y se lo peinan, a la perfección. Y sabes qué? --me dijo en tono de complicidad culpable, como si yo lo hubiera obligado a confesarlo --los días que no viene, duerme con un protector para el pelo y almohadas altas, para no despeinarse.
Yo la miré con disimulo, y me di cuenta de que todo ese ritual tenía como objetivo estar lista, indefinidamente.
Diez minutos después, yo también estuve lista, y me alejé mirando de reojo cómo ella permanecía inmóvil, sin expresión facial, ante los violentos jaloneos del estilista.
Hoy transitaba por el boulevard Agua Caliente, a eso de las seis de la tarde. Desde aquel día, tengo la costumbre de ver con curiosidad esa estética cada vez que paso por ahi, tratando de adivinar el motivo por el que decenas de mujeres pierden gran parte de sus vidas alistándose para algo, para ese algo que esperan y que evidentemente debe llegar. Sin embargo hoy, sin esperarlo, obtuve la respuesta, cuando miré, sentada en la misma silla, a la mujer que conocí en 1989. La pude ver desde mi carro, mientras esperaba la luz verde. No dudé que fuese ella: poseía el mismo aplomo, el mismo cuello largo y, el mismo color y corte de cabello. En ese instante comprendí la espera, la espera cíclica que las sigue de cerca cuando abandonan el salón; compañera insufrible que no cruza la puerta cuando ellas, impacientes, regresan a alistarse para regresar.